Crítica: La pistola de mi padre

Título: La pistola de mi padre

Autor: Rafael Soler

Editorial: Contrabando

Antes de hacerme con el libro, pude abrazar a Rafael Soler. Lo hice el mismo día de la puesta de largo de esta, su última novela, en el edificio de la SGAE en Madrid, en la presentación con Luis Landero. Después del abrazo, vino la dedicatoria: “Para Jorge Pozo Soriano, al que tanto quiero”. Porque Rafa Soler es así. Rafa es de abrazar. De querer. De realidad. De acoger. De compartir. De acordarse siempre de que reclamo mis dos apellidos, más aún este año, que hace diez desde que perdí a mi madre. Y que Rafa Soler te quiera es ya de por sí un regalo que agranda aún más el regalo de leer cualquiera de sus libros. Qué suerte la mía.

Dicho esto, y como comprenderéis, estoy seguro de que, entre la objetividad con la que siempre escribo las reseñas de los libros que leo, se me colará algo de ese cariño que le tengo y que es inmenso. Eso sí, seré justo. Lo prometo. De verdad.

Lo primero que tengo que decir es que “La pistola de mi padre” es creíble. Es creíble la historia, lo que ocurre y cómo ocurre, y es creíble que lo ha escrito Rafael Soler. Y es tan creíble que lo ha escrito él que, sin pretenderlo, lo lees con su voz, con esa voz tan suya, pero que también es un poco de quienes lo conocemos, porque la voz de Soler te invade la primera vez que la escuchas y ya reverbera en ti para siempre. Y lees toda la novela con su voz y no con la tuya, y eso es un gustazo, porque escuchar esa voz es conectar con él mismo, y es una de esas conexiones que no quieres perder nunca, que no quieres dejar de sostener jamás, igual que no quieres nunca dejar de escuchar esa voz de monzón que con tanta fuerza te golpea cada vez que la escuchas.

Continuaré diciendo que es literatura total porque, en este libro, vemos (leemos) a todos los escritores que hay en Rafael Soler: el novelista, el relatista, el poeta. Un menú completo. Primero, segundo y postre. Y un güisquito. O un gintonic. Con hielo. Sin artificios. Menú del día, en mesa con mantel de papel y servicio de pan incluido. Una comida en uno de esos restaurantes en los que comían (comen) las familias como los Cortázar, los protagonistas de esta historia. Costumbrismo español. Picaresca española. Café, copa y puro. Y un chupito de pacharán. 

El estilo de Soler es (y esto se dice mucho porque es verdad) inconfundible. Te agarra por la solapa del abrigo casi desde el título y te zarandea a su antojo, te abofetea según convenga, te escupe al hablar, te grita… y no te suelta porque, además, tampoco tú quieres que te suelte. Te secuestra y te dejas secuestrar. Síndrome de Estocolmo, lo llaman, pero bien podría llamarse Síndrome de Soler. Porque sigues leyendo absolutamente atrapado y, cuanto mayor es la vorágine, cuanto más incontrolable es el ritmo (esos diálogos que son como el final de un espectáculo de fuegos artificiales), más y más lees. Y te vuelves parte de esa vorágine, de ese espectáculo pirotécnico, de cada uno de los cañonazos que te llegan al pecho. Y es difícil, muy difícil, que tu estilo se reconozca desde la primera página, un privilegio con el que solo cuentan unos pocos, y Soler es, sin duda, uno de esos privilegiados.

Me lo he bebido. Literalmente. Y, porque uno tiene ciertas obligaciones que se lo impiden, pero, si me pilla de vacaciones, me lo habría leído de una sentada. 

Para terminar, me veo en la obligación de decir que sí, que supongo que el cariño me puede hacer leer de otra forma, pero nada de lo que digo aquí es mentira. Es más, seguramente me quede corto para que no me tachéis de partidista. 

Leed a Rafael Soler. En cualquiera de sus facetas. Y, si podéis, id a verlo a alguna presentación. Escuchad su voz. Abrazadlo, aunque sea en la distancia. Y dejaos abrazar. Queredlo como yo lo quiero, haceos ese favor.

Lo que más me ha gustado: la capacidad de sacudirte por completo de los diálogos.

Lo que menos me ha gustado: por decir algo, algunas erratas de más. Nada preocupante.

“La memoria es piadosa con los suyos”.

Rafael Soler