Nos ha dejado Antonio Hernández.
Maestro de una generación ya casi desaparecida, deja un vacío inmenso en la literatura nacional, en nuestra cultura, en los corazones de quienes hemos tenido la inmensa suerte de conocerlo y de (no podía ser de otra forma) admirarlo y quererlo.
Poeta enorme, dos veces Premio Nacional de la Crítica y Premio Nacional de Poesía con ese monumento poético que es su “Nueva York después de muerto”, de lectura obligada para todos los que nos pensemos poetas.
Antonio fue una persona siempre comprometida con la justicia, con la solidaridad, con el respeto. Un adelantado a su tiempo que siempre tuvo lugar en su pecho para quienes no encobraban cobijo. Un ser excepcional sin que, hoy, el mundo es un poco más frío.
Su nombre va a estar siempre ligado a mi poesía, pues me leyó y avaló mis libros con su apoyo firme y absolutamente desinteresado. Este hecho es y será mi mayor orgullo, y llevaré el nombre de Antonio Hernández cosido a la voz durante toda mi vida, una vida a la que, con su muerte, le arrancan un pedazo.
Tu literatura y tu poesía quedarán en nuestra historia.
Tu sonrisa y tu cariño serán luz en mi camino.
Descansa en paz, queridísimo Antonio.
Adiós en Arcos
Si no lo expliqué bien, vuelvo a decirlo.
Cuando me muera quiero que me quemen
y arrojen mis cenizas por la Peña de Arcos.
De esa manera iré a parar al río
donde bañé mi infancia y juventud
purificándolas de mis muchos errores.
Algún vencejo o algún alcaraván
me acogerá en sus alas. Incluso algún jilguero
o un dulce chamariz al picar en las frutas
del Llano de las Huertas
añadirá a su canto algún secreto mío,
su inédita sustancia. Y será el canto suave
al que apenas la vida me dio opción.
Nada de preces, nada de misereres.
Quiero que se haga todo con discreta ternura.
Y si alguien no quiere reprimir un sollozo
que piense cómo todo, hasta la primavera,
contiene su naufragio, y que tendré la suerte
del aire que se integra en la belleza de Arcos
con naturalidad, anónimo. Y eterno.
